Mi despertar toma tiempo, es demasiado lento, desearía no ser de piedra. Solo mis ojos tienen vida en este momento, y veo el firmamento moverse muy lentamente encima de mí, sin embargo son segundos preciosos; la luz del sol volverá a petrificarme.
Llevo incontables años viviendo acá; estoy escondido en la cúpula de la catedral, desde un año después que esta fue creada. Despertando únicamente las noches de luna llena. Confinado a la vida como decoración gracias a la maldición de mi estirpe.
Ha pasado una hora desde que anocheció. Recién recobro la movilidad de mi cabeza y alas, pero puedo respirar fuego nuevamente. Mis alas demoniacas, que asemejan a las de un vampiro, han recobrado su sutil fragilidad aterciopelada, la desesperación se apodera de mí. Ninguna bestia debería estar confinada a una prisión en su propio cuerpo. Yo debería volar libre, ser dueño y patrón de los cielos en la noche, y la tierra en el día. Décadas han pasado desde que bebí sangre, mi lengua está casi seca, y mis ojos están demasiado cansados.
Mientras la piedra se rompe en mis brazos de dragón, mi mirada se desvía a los caminos que rodean la catedral. Están vacíos, excepto por una presencia.
Hay una mujer caminando desprotegida, sola, sin ninguna preocupación aparente; el aire sale en forma de vapor de sus labios, el frío en ella es evidente, debe estar a punto de la hipotermia. Es una víctima perfecta, y justo cuando la estoy perdiendo de vista, la piedra termina de romperse.
Despliego mis alas de forma imponente, aprieto las mandíbulas para no rugir, mi víctima huiría atemorizada. Mis alas no están acostumbradas aún al movimiento, esta vez, nada puede quedar a la voluntad del destino; pues el destino se ha encargado de hacer miserable mi existencia, desde mucho antes del simple hecho de existir. No volverá a pasar. Esta vez, solo estará hecha mi voluntad.
Justo cuando ella está sumergida en la bruma, alzo el vuelo, mis alas son poderosas pero delicadas; rasgo el aire a mi paso, como cuando se mezcla entre los árboles, aquél silbido escalofriante; aquél sonido que indica que la muerte está rondando, como el llanto de un bebé quebrando la calma en la media noche. Así es el réquiem de mi vuelo.
Aterrizo suavemente, ella está exaltada, pero no siente mi presencia, mis escamas oscuras se camuflan perfectamente entre la bruma. Anhelo su sangre que corre apresuradamente entre sus venas, el latir de su corazón inmaculado es tan sonoro que le quita toda muestra de paz a la noche. Está demasiado tensa, vuelve el ambiente sumamente tétrico. ¡Qué deleite! Jugaré con ella hasta casi llegado el amanecer.
Me acerco lentamente, en cuatro patas; ella es mi víctima, me siento como un león jugando con una gacela moribunda. Mi aliento de fuego es casi perceptible, el vapor azufrado que sale por mi boca se mezcla con mi saliva que cae al suelo y deja agujeros en él, debo calmarme, pero ella es demasiado confiada e ingenua; nadie profanaría una catedral asesinando a una joven virginal, ningún humano... pero ella no cuenta con la presencia de una gárgola.
Me siento osado, paso en frente de ella, y sigue sin sentirme. Puedo deleitarme con la imagen de su rostro. Tiene los ojos vacíos totalmente. Son como un espejo que refleja la luz de la luna. Sus cejes ligeramente pintadas, se confunden con su cabello oscuro. Tiene el agotamiento escrito en todo el cuerpo, la fatiga la corroe; las ojeras que se apoderan de su rostro indican días sin dormir... pero dentro de poco acabaré su jornada de insomnio.
Había algo en sus labios en particular que me llamó la atención. Estaban morados. Creo que había pasado por infinidad de cosas que la habían dejado prácticamente para morir antes de encontrarse conmigo. Tal vez el destino también le jugó malas pasadas a ella. A diferencia del notorio color en sus labios, su piel era demasiado, demasiado pálida, casi transparente. Podía ver sin mayor dificultad la mayoría de sus venas; y casi todas sus arterias. A la oscuridad de la noche... creo que estaba casi muerta cuando la encontré caminando por ahí.
He gastado mucho tiempo contemplando los detalles de mi víctima, pero uno debe saber qué está matando. Sin tardar ni un segundo más me aproximo a su lado. Dejo salir el fuego de mis labios e ilumino su rostro que queda estupefacto al ver las llamas, que desde su perspectiva, aparecieron de la nada. ¿Qué se sentirá ver una gárgola que no es de piedra, en frente de ti a punto de devorarte? Creo que, las lágrimas de desesperación y el pulso aún más agitado que antes fueron la mejor respuesta. El pánico se apoderó de ella, trató de huir pero, no puede sobrepasar mi velocidad.
La rodeo una y otra vez, doy vueltas alrededor de ella; juego con ella como si fuese un ratón y yo fuera un gato. Grita, llora, solloza, aunque es extraño no verla rezar. No hay cruz en su cuello. Tal vez ella al igual que yo perdió la fe en algo divino desde tiempo inmemorial.
Casi exhausta se tumba en el suelo, indefensa, ha perdido los ánimos para seguir luchando, creo que he jugado más de la cuenta, pero no importa.
Procedo a presentarme totalmente de frente, ella observa con terror y una sublime fascinación mi rostro demoniaco. Mis alas de murciélago, mis cuernos y cola, mis garras, las escamas turbias en mí, exhala mi aliento azufrado. Sabe su destino, aunque parte de ella se niega a reconocerlo, no hará absolutamente nada para que no suceda.
Rompo sus vestiduras con mis garras, escucho un pequeño sollozo. Creo que no puede gritar o llorar más. Esto durará poco tiempo. Ella queda expuesta al frío de la noche invernal totalmente desnuda, con una ligera cortada en el abdomen producto de mis garras. Es una niña, no tiene más de 15 o 16 inviernos, y sin embargo su mirada está tan muerta...
Rujo una vez más, aún se asusta, pero no es más que un movimiento reflejo. Corto lentamente sus brazos, ella solloza, trata de llorar, sin embargo, sus ojos están secos. Trata de gritar, pero de su garganta no sale palabra.
La sangre de color carmín cubre sus pequeños brazos lentamente, hasta caer al suelo, con un toque delicado corto su rostro cerca de los ojos, muy lentamente; ella se resiste moviendo la cara, pero no opone mayor resistencia, la corto cerca de los ojos, y las gotas de sangre caen. Ella sonríe; ahora parece que está llorando, llora sangre, y la sangre baja por su cuello.
Corto sus piernas, que son aún más pálidas que sus mejillas, para darles un poco de color, como para no dejar que se duerma; quiero que el dolor la mantenga despierta hasta que muera desangrada.
Una cortada a la vez, muy lentamente, ella no se mueve, no reacciona excepto cuando me acerco a su rostro. Respiro cerca de su cabello. Más bien, suspiro.
El tiempo se me agota, el cielo comienza a aclararse, no podré jugar con ella mucho más...
Corto lentamente sus muñecas y la sangre corre de forma escandalosa, como un torrente. Rasguño su piel, un poco, está maltratada, y sin embargo sigue tan suave... cuando está a punto de morir desangrada, es tiempo de alimentarme, cuando aún sigue con vida, para robar ese último suspiro que conecta el hilo de su vida a la muerte, para darle el toque final.
La rodeo rápidamente, está de espaldas a mí, la levanto del suelo donde yacía acostada lentamente, y queda apoyada contra una de mis patas. Pareciese sentada en un alfeizar. Suspiro una última vez con mi aliento de fuego cerca de ella, que está perdiendo el conocimiento; sus ojos ya no reflejan el cielo, la sangre de sus mejillas se ha congelado, y también la que estaba en el suelo, y sus labios tienen el color violeta profundo de una flor.
Desgarro la tersa y delicada piel de su cuello con mis colmillos de marfil. La cortada va desde cerca de la quijada hasta la clavícula, la muerdo un poco y es enviciante, me cuesta trabajo alejarme. Sin embargo, lo hago, y la sangre mana como un río de su cuello, procedo a beberla con afán, su vida está fluyendo por ahí, y debo ingerirla antes que también se congele y después se evapore por los aires.
Una vez acabo el festín, saco su corazón, que da los últimos latidos, y me lo como. Sabía a ceniza, a bebé muerto; a una madre que ha perdido a su hijo. Sabía a huérfanos de guerra, sabía a la soledad de una gárgola de piedra.
La escena es grotesca. Me gustaría poder presenciarla en la mañana cuando todos vean lo que ha pasado, una niña, aún virginal, torturada y desangrada cerca de la catedral, le han sacado el corazón, han hecho que soporte desnuda la pesada noche invernal... en verdad desearía poder verlo. Pero no va a pasar.
Me apresuro a volver a la cúpula, las nubes ya se ven de un color rosa pálido, no falta mucho para que salga el sol.
Vuelo rápidamente y observo el cielo teñido de sangre, no solo el cielo; las nubes también. El cielo carmesí contrasta hermosamente con las calles congeladas, con la niña asesinada, y con los ojos infernales de la gárgola de Londres.
El cielo parece arder, y la tierra parece llorar, y yo, me vanaglorio. No importa despertar una vez cada década, cada siglo, cada milenio; si el mero hecho de mi presencia causa tal tragedia.
Victorioso, vuelvo a mi prisión. Regreso a la posición habitual, con una única diferencia; ahora mis ojos apuntan directamente al cadáver que desde la distancia parece sonreírme, me saluda desde el inframundo. Me agradece haberla liberado.
Rujo una última vez, sonoro y fiero, mientras sale el sol y comienzo a petrificarme; esperando paciente, la llegada de un nuevo despertar.
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