miércoles, 23 de marzo de 2011

Confesión

Estábamos sentados en el suelo de madera, eran las tres de la mañana, y ella tenía frío. La chimenea estaba encendida, para quitar dicho frío. No había funcionado. Me ofrecí a abrazarla, pero se negó; me ofrecí a prestarle mi abrigo, sonrió. Dijo que prefería el abrazo.
-¿Entonces te abrazo? -Pregunté.
-Ya te dije antes. No.
Sonreí desanimado.

Pasaron los minutos, pasaban rápido pero yo los sentía, se nos había acabado el tema tiempo atrás. Bebíamos vino. Yo mucho más que ella, por cierto. Tenía la misma copa hace una hora y recién iba por la mitad. Yo ya me había acabado una botella, estaba mareado. No por el vino, en todo caso me miraba su sonrisa indiferente y su mirada iluminada por el fuego.
Nuestras miradas se cruzaban ocasionalmente, mientras hablábamos, hablábamos poco, nos mirábamos menos. Esta vez, era, extrañamente, menos incómodo que las anteriores. Me sentía feliz con ella, las conversaciones a solas, sin embargo, nunca fueron ni fluidas, ni confortables. Excepto si habían chistes de por medio, pero esta vez no era así.

-Oye. -Susurré.
-Dime.
-¿Qué pasa, si te digo que te quiero?
-Te mato. Es inadmisible que digas tal atrocidad.
-Entonces mátame, porque te quiero -Dije, sintiendo que hormigas guerreras devoraban mi garganta, y tejían un nudo con los restos.

Ella abandonó su lugar cálido al lado de la chimenea. Yo no sabía qué pasaba. Volvió con algo en sus manos, yo miraba que el cielo se estaba aclarando, por la ventana.
-Shhh, no digas palabra. -Susurró con sus labios apoyados en mi oído.
Me estremecí. Sus labios estaban helados. Lentamente puso un dedo, de forma vertical, sobre mis labios, sus manos siempre estaban frías, esta vez, no era la excepción.
Lentamente retiró la mano, y comenzó a cortar mi chaqueta, de abajo para arriba, por la línea de la columna; después la camiseta. El frío era impresionante, como si la chimenea no existiese, como si nada aparte del metal frío e indiferente de las tijeras (y sus labios) estuviese presente en ese momento.

Después de pasados varios segundos, puso su mano fría en mi espalda, cerca del pulmón, aferrándose, estaba helada, pero el frío desapareció rápido, cuando, el tibio ardor en mi espalda comenzó a fluir. Ella estaba cortándola con una daga, de abajo hacia arriba una vez más, siguiendo la figura de mis vertebras, lo hacía suave, y muy despacio. No era una herida mortal, ni mucho menos, pero salieron algunas gotas de sangre que ella esparció con su mano por mi espalda. Una vez llegó al cuello, posó el filo de la daga contra mi garganta, tragué saliva, pero no pasó nada.
-¿Qué pasa? -Pregunté, vamos, mátame.
No hubo respuesta. Ella lamió un poco de la sangre de mi espalda, y apoyándose con su mano libre, se giró  hasta estar frente a mí. Sin quitar nunca la daga de mi cuello. Después, con su mano libre, levantó mi rostro y posó su frente contra la mía. No musitaba palabra, respiraba el aire ebrio y fatigado al rededor del lugar, todavía vacío.

Acarició mi rostro lentamente con su mano, sintiendo mi agitación, jugando un poco con mi barba. Volvió a poner sus dedos en mi boca, y la cerró lentamente, hizo presión para que permaneciera cerrada, y quieta. Muy despacio, quitó la daga de mi cuello, y trémula, dejó la punta contra mis labios, temblando cada vez más, cortó en una linea vertical, ambos labios. La herida era ligeramente profunda, exhalé apenas terminó, ella botó la daga al suelo, el sonido contra la madera devolvió instantáneamente todo cuanto estuvo en la habitación antes, a nuestros ojos somnolientos.
La sangre bajó de mi rostro con rapidez manchando mi piel, mientras ella quitaba su mano de mi boca y contorneaba mi rostro con sus dedos ensangrentados. Acercó, sin afán, sus labios a la herida, y los dejó quietos en el lugar donde aún salía sangre, una vez más, lamió de forma sutil, la herida, solo una vez, y después quitó su rostro y su mano de la cercanía del mío. Se puso de pie, y me tendió la mano, ayudándome a parar.

-Vámonos a dormir, -dijo ella, con la voz entre cortada, el licor ha hecho efecto, y ya casi ha salido el sol, y tú debes morir mientras la luna está ahí para presenciarlo.

Atónito, obedecí, sin pronunciar palabra me dirigí a la habitación, con la mirada perdida y la respiración agitada; viendo su imagen distorsionada desaparecer; sintiendo aún sus labios quemando mis heridas; dejando a mi paso las gotas de sangre con sabor a vino envenenado.

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