sábado, 18 de junio de 2011

Quimera

Somos una sociedad averiada y petulante, bifacética, somos una sociedad amorfa regida por dos principios: el morbo, y la enfermedad.
Es por eso que nuestra mirada se educa desde una edad muy temprana para seleccionar muy cuidadosamente aquello que se debe observar de cerca. Nuestros ojos son indiferentes, cortantes, mezquinos; nos rehusamos a darle atención a aquellos que ruegan desesperadamente por ella, tratando de encajar, los convertimos en aquello que después, con vanaglorio, llamamos fenómenos. Oh, sí. Subnormales, freaks, la lista de palabras denigrantes es infinita, pues para eso se nos entrenó.

El asunto cambia notablemente cuando detectamos una pizca de morbo o enfermedad, en todo caso. Nuestras miradas giran ansiosas, tratando de buscar el espectáculo bizarro que nos puedan ofrecer unos pocos infortunados. Enfermos mentales, retrasados, gente con enfermedades sexuales, mutilados, cualquier cosa es buena para entretener a nuestro irrespetuoso y sediento ser.
No importa cuán herida esté la persona con nuestra atención cortante como dagas, así es mejor, y nos deleitamos con su sufrimiento ¡Oh sí!, ¿para qué preocuparnos? Si les damos nuestra aceptación, no hay más espectáculo, pues a su vez ellos tratan de encajar, encajan entre nosotros -o ustedes- como la paria de la sociedad, como el mutante encadenado en el circo medieval.

...pero así nacimos, y así moriremos, alimentados por la obscenidad ajena, la nuestra no importa, por supuesto, la podemos esconder.
Y es que, no hay nada mejor para nosotros que, al despertar, recoger el periódico y leerlo con un café muy oscuro, y muy caliente, que nos queme para sentirnos malhumorados todo el día, y al abrir el periódico casi sin interés, encontrar en primera plana una historia muy detallada de cómo un padre violó, torturó, mató, y volvió a violar, a toda su familia, incluyendo los bebés.
Por supuesto, es un espectáculo propio del mejor titiritero, lo importante aquí no es cuán atroz haya sido el crimen, sino poner a prueba nuestra reluciente máscara de indignación, y comentarlo con todos los demás que, junto al café negro, hicieron el mismo ritual que nosotros acabamos de hacer;  sin ningún tacto hacia los cuerpos profanados, dejar fluir nuestras lenguas mordaces hasta niveles nunca antes pensados, sentirnos alguien mejor, siempre y cuando, claro, sea porque somos -por fuera- intachables.

¡Oh!, los humanos... nacen como mamíferos, crecen como parásitos, y actúan como hienas, una vez se reúnen. Son una quimera, todos son una quimera, yo también soy una quimera. Muestran una desaprobación llena de odio a todo aquello que se sale del esquema de la normalidad, trazado por la moral de algún anciano senil. Por supuesto, hay que desaprobar todo comportamiento ajeno al trazado por unas leyes invisibles y hace mucho tiempo extintas, pues, si alguien se atreve a mostrarse simpatizante de la causa, es una vez más, parte del morbo y la enfermedad -mental- de la enajenación.
Deben mostrarse intachables, como hechos de cristal, no importa si existe algún delito anónimo, lo importante es lo que se muestra en la -pútrida- sociedad; pues está estipulado desde hace mucho tiempo, que no importa cuán dañado se está por dentro, lo importante es cuán buena sea esa máscara que deciden llevar, hasta que, después de un arrebato, cometan algún acto de locura que los dejen plasmados en las lenguas de paupérrima educación, de todos aquellos que alguna vez se hicieron llamar semejantes.

miércoles, 15 de junio de 2011

Gaspard

Existencia. Los que, como yo, estamos totalmente desligados a cualquier vínculo sentimental hacia ella, la describimos de una forma en particular: grandes contrastes. La vida y la muerte, el cielo y el mar, el fuego y el agua... todo a nuestro alrededor se basa en contrastes, si tenemos la suficiente disciplina para observar atentamente, como el cuerpo robusto de la copa rota de vino, en la que bebo ahora mismo, y el frágil y delicado reflejo inmaculado del scarbo... el scarbo incorpóreo, transparente, ebrio y juguetón, que se formaba en su espalda produciendo escalofríos, en tiempos más alegres -los de ahora son muy lúgubres-, en los que yo acariciaba su cálida piel desnuda con mis dedos, llenándome de calor en la noche más fría.

Y como de todo principio acaece un final, pasaron los días, bajó el telón.

...El calor desapareció de su cuerpo, el scarbo, murió con mis dedos, sus ojos se volvieron opacos, la vida que una vez habitó en ellos, fue robada por su sombra, que, con una vida propia con la cual podía sobrevivir sin necesidad de luz, ni de un cuerpo ajeno... la dejó sola.
Sus labios se volvieron fríos, sus manos, cada vez más pálidas. Sus dedos cada vez más tensos, y su sonrisa más forzada... ¿Era ella todavía, realmente? A veces,  pensaba que era alguien más, una mujer nacida en el invierno, que no conocía la luz del sol.
...Tal vez la luz, era la que no conocía a sus ojos.

Ella se sentaba cada día, hasta el anochecer, en el mismo lugar, no musitaba palabra, no producía sonido alguno. Su cabeza girada, como esperando eso que no va a volver, se mantenía inexpresiva: sus emociones huyeron con su sombra. Ella vestía de negro, sentada en el alfeizar con ventanas ocultas bajo tablones de madera, el alfeizar era blanco, blancas eran también, las paredes a sus lados, y el techo, el pasillo... blanco era el color que representaba el vacío en su espíritu, al igual que un niño que nace muerto, nula era la única definición, para quien miraba en su alma.
Su corazón andaba a destiempo, su pulso, era errático, desquiciado, desvariante, amorfo... era el único sonido a su alrededor, y al escuchar lentamente, se percibía como, lentamente, surgía el patrón de una melodía fúnebre, la que acompañaba al gaspard, cada noche.
Sus pulgares estaban entrelazados, estáticos, una figura trémula en sus labios, de vez en cuando se arrimaba, un nudo en la garganta que gritaba por salir en forma de llanto, pero el llanto no fluía por su rostro porque sus ojos estaban secos, y él, derrotado, volvía a esconderse, cada vez más grande, dentro de aquél cuerpo vacío donde sólo él era huésped.

Parecía una silueta, de lejos. Parecía un fantasma, de cerca... solo a pocos centímetros de ella, se notaba que era corpórea, y que estaba viva, pero nadie se atrevía a perturbar el demacrado paisaje de desolación, ni la muerte se atrevía a acercarse, y por ello, conforme las lunas pasaban, cada vez más tristes, y más congeladas... ella seguía ahí, sin envejecer, sin levantarse... y apenas respirando, por inercia.
Ella permanecía inmóvil, de un negro denso como bruma, sobre un blanco espeso como neblina. Ella seguía ahí, con la esperanza de desaparecer esbozada en el filo de su mirada perdida en algún punto fijo e inexistente.

Al final, antes que el sol se congelara, y la luna fuese consumida por el fuego, de sus ojos salió una única lágrima congelada, y esa lágrima era su alma, la cual se difuminó en el viento, y escapó de la prisión que duró mil años.
Ella, sin sombra y sin alma, se convirtió lentamente en porcelana, con los labios cerrados, y la mirada apagada, seguía viviendo, por supuesto, pero al fin, y como hace mil inviernos lo había deseado, no podía sentir nada, ni el nudo en la garganta que había escapado con su alma.

N/a: Para Ruu ♥, después de once días sin escribir en este lugar.

sábado, 4 de junio de 2011

café negro.

Sentí ganas de golpearla. La vi, y sentí ganas de descargar en ella toda mi ira acumulada, ira que ella había generado previamente -y que seguiría generando posteriormente-. Estábamos ahí, parados frente a frente, imaginé como la tiraba por la escalera, como halaba su cabello, como, con un corta uñas, laceraba su piel, tersa y cándida. Aluciné. La golpeaba en mis fantasías, mis golpes iban y venían como estruendos en una fuerte lluvia huracanada, y su sangre fluía como las gotas que acompañaban esos estruendos. La mordía, sacaba sus ojos, cortaba sus labios, quemaba sus dedos...

Entonces un sonido me trajo de vuelta a la abrumadora realidad, era ella, hablándome -aún más- disgustada, diciéndome que atendiera a sus palabras, que dejara de pensar en quién sabe qué, que no me atreviera a dejarla hablando sola. Que más me valía haberla escuchado y estar pensando en una respuesta, y por una fracción de segundo, mi mano se encaminó hacia ella, por esa milesima, todas esas fantasías se hicieron realidad, y pude saborear  el sublime caos, pero una milesima después, todo volvió a ser real, y mi mano se encontraba en su cuello, acariciando con la yema del pulgar su mejilla, diciéndole te quiero, y dándole un inexpresivo pero cálido beso de despedida en los labios, para que sus reclamos desaparecieran y yo pudiera volver a fantasear con mil formas de deshacerme de ella, como cada mañana a las 7 de la mañana, justo después de un amargo café negro.