martes, 31 de mayo de 2011

Futilidad

Sentí ganas de disparar, cerré los ojos con fuerza, y vi como en el interior, en el negro, tan profundo, se formaba una imagen amorfa de color rojo, que comenzaba a volverse fucsia, y luego azul. Abrí los ojos, y, con la mirada distorsionada, recorrí el entorno, estaba desordenado, como lo había dejado cinco segundos atrás, antes de tratar de encontrar respuestas inexistentes en la oscuridad de mis párpados.
Acaricié el frío metal del revolver, no pesaba mucho, por alguna extraña razón, contemplé aquél negro opaco que se confundía con el de mis ojos cerrados, cada pequeño detalle... titubeé, desvarié, y acaricié el gatillo con mi índice, estaba frío, mi respiración también estaba fría, y el sudor que bajaba por mi nuca.

Pasaron unos minutos de reflexión, en los que, tal vez sin darme cuenta, me despedí de todo lo que había abandonado sin decir palabra, y de todo lo que iba a abandonar de la misma manera. Mis familiares lejanos, mis padres, mis hijos, y mis amigos, no sabrían nada de mí hasta que fuera demasiado tarde, hasta que la macabra imagen de un yo en descomposición, rodeado de insectos que, irrespetuosos y ajenos al dolor de aquellos que me quisieron, o fingían quererme, se posara fija en sus ojos.
Hice una mueca de dolor, presioné los dientes hasta que me dolieron los oídos, volví a cerrar los ojos, era demasiado cobarde para actuar con los ojos cerrados, y puse mi cabeza apuntando contra el frío techo que, indiferente, seguía ahí estático como siempre, lleno de un color blanco inexpresivo. Las lágrimas brotaron de mis ojos, pero antes que se deslizaran juguetonas hasta mis labios, presioné el gatillo.

No pasó nada, lo presioné otra vez, sonó una explosión, y de forma instintiva abrí los ojos, me encontraba con las manos pegadas al cuerpo, aprisionadas por la camisa de fuerza, sentado en un rincón de una habitación con un tedioso color blanco, con las paredes cubiertas de un material blando, pero desconocido para mí, que evitaba que me hiciera daño... más daño del que me producía el encierro, un daño mental y devastador, pero que no era letal, y por tanto no me mataba.
Estaba despertando de un sueño, un pasaje por mi subconsciente: el único sitio donde podía sentirme libre, ya que, no se me permitía abandonar ese lugar. Sin embargo, en mis sueños tampoco era libre, era la décima vez, en diez noches, que soñaba con la misma escena en la oscura habitación. Era el décimo paseo a un laberinto de futilidad, donde, al igual que en la realidad que se me había obligado a vivir, las cosas nunca salían como lo esperaba.

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