jueves, 26 de mayo de 2011

Evanescente.

El cielo estaba gris, como si el apacible azul que lo caracterizaba hubiese huido para siempre. El tiempo había pasado, era normal que, a pensar del toque gris de las nubes que lo aprisionaban, ya no fuese un azul oscuro, sin embargo, no había un matiz distinto al implacable e insípido gris, del cual como hilos a punto de desaparecer, salían gotas de la luz de la luna.
Dejé de mirar el cielo, estaba distraído, la intuición me decía que llevaba bastante tiempo alrededor de ese lugar, y entonces, antes de concentrar mi vista en el frente, miré mis pies: Mis zapatillas estaban mojadas, al igual que mi pantalón, al menos hasta la rodilla, parecía que me hubiera sumergido en una especie de lago, y entonces, como volviendo en mí, sentí el peso de la ropa que, llena de agua, me halaba un poco más hacia el suelo.

Algo me decía que no era una total locura mi estadía en ese lugar, que tenía toda la razón para estar ahí, que aquello que estaba buscando, se encontraba muy cerca. Aquello que estaba buscando... ¿Y qué estaba buscando?, la pregunta recorría mi mente como un barco a la deriva que está a punto de hundirse en el inmenso e implacable océano.
Con la mente totalmente perdida y guiado por la inercia, levanté la mirada al frente, y como si la respuesta surgiera de la densa niebla que se posaba adelante, recordé que buscaba a una mujer, la había visto hace rato, no del todo, solo sus ojos, pero se posaban en mí como si buscaran muy adentro de mi corazón, y luego se perdieron... recuerdo haberles seguido la pista, caminar sin rumbo hacia donde se habían movido, esos evanescentes ojos como de una hechicera que, sin compasión alguna, me estaban llevando al desquicio.

Y así pasaron los minutos, caminaba, sentía el asfalto mojado bajo mis pies, sentía el frío mezclarse con el sudor y apoderarse de mi piel, las gotas que caían, juguetonas, de mi cabello, y pasaban como un escalofrío por mi espalda, o se resbalaban por mis mejillas dejándome una ligera marca, como de lágrimas. Se perdían en mi barba, mojaban mi cuello, hidrataban  mis labios resecos, pero no lograban animar mi alma, que, al parecer, jadeaba como si estuviese muriéndose en la mitad del desierto más caluroso.
...Entonces reaparecían, muy adentro de la niebla, miraban fijos hacia mí, como si el vapor no estuviera presente, era una imagen nítida, permanecían quietos, no parpadeaban, como si yo fuese un punto muerto en la pared, escudriñaban dentro del punto más pequeño de mi mera existencia, me sentía desnudo, aquella ropa húmeda y pesada desaparecía ante ellos, estaba indefenso... pero no sentía peligro, no en absoluto; porque era una mirada cándida e inmaculada, mística y terrible, eran ojos grandes, delicados, de un color indescifrable, entre plateado y azul, como el azul oscuro que le faltaba al cielo, un poco más claros que el pérfido blanco de las nubes del cielo, pero más oscuro que la niebla que los rodeaba... y parecían moverse, sentía que cada vez estaban más cerca, pero se detenían, y entonces parecía que se estuvieran alejando...

Después, cuando, apresurado por la impaciencia, pero frenado por el cansancio y las cadenas biológicas que el ácido láctico imponía en mi cuerpo exhausto, a solo unos metros de mi objetivo, desaparecían, sin dejar rastro. La escena se repetía una y otra vez en mi mente, hasta que, un poco más borrosos, reaparecían, sentía que eran prisioneros por la niebla, como un gran gólem que tenía a un hada prisionera, y volvía a comenzar mi carrera contra el tiempo.
Su mirada se difuminaba, y respirar era difícil, cada vez más, y ya no distinguía sur ni norte, la trémula estela de luz lunar que se posaba arriba la última vez que miré al cielo, ya no se notaba, y, como si fuera un fantasma, mis pies habían desaparecido; donde una vez estaban, solo había niebla... sintiéndome perdido, sentí los ojos detrás de mí, me miraban, ¡me miraban!, pero cuando giré para encontrarme con ellos, me vi totalmente rodeado por la nada... la impenetrable nada blanca de aire condensado que había estado ahí desde un principio, consumiéndome, reduciéndome a un cuerpo cuya mente había desaparecido... haciendo que mi vida se redujera a solo un acto de locura.

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N/a: Dedicado a los ojos evanescentes de Naoko.

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