Sentí ganas de golpearla. La vi, y sentí ganas de descargar en ella toda mi ira acumulada, ira que ella había generado previamente -y que seguiría generando posteriormente-. Estábamos ahí, parados frente a frente, imaginé como la tiraba por la escalera, como halaba su cabello, como, con un corta uñas, laceraba su piel, tersa y cándida. Aluciné. La golpeaba en mis fantasías, mis golpes iban y venían como estruendos en una fuerte lluvia huracanada, y su sangre fluía como las gotas que acompañaban esos estruendos. La mordía, sacaba sus ojos, cortaba sus labios, quemaba sus dedos...
Entonces un sonido me trajo de vuelta a la abrumadora realidad, era ella, hablándome -aún más- disgustada, diciéndome que atendiera a sus palabras, que dejara de pensar en quién sabe qué, que no me atreviera a dejarla hablando sola. Que más me valía haberla escuchado y estar pensando en una respuesta, y por una fracción de segundo, mi mano se encaminó hacia ella, por esa milesima, todas esas fantasías se hicieron realidad, y pude saborear el sublime caos, pero una milesima después, todo volvió a ser real, y mi mano se encontraba en su cuello, acariciando con la yema del pulgar su mejilla, diciéndole te quiero, y dándole un inexpresivo pero cálido beso de despedida en los labios, para que sus reclamos desaparecieran y yo pudiera volver a fantasear con mil formas de deshacerme de ella, como cada mañana a las 7 de la mañana, justo después de un amargo café negro.
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