N/a: No se tomen el título en serio.
Y la vida se convirtió en la tinta de la pluma regándose en el papel, tachando las palabras que había escrito casi inconsciente, y reformando mi obra sin mi consentimiento, el mero acto de vivir se convirtió en la hoja de papel desaparecida a la mitad del desenlace de un buen libro.
Vivir era, en resumen, la sensación de inseguridad incrustada en la mitad del pecho al despertar de un sueño en el que sentía que caía a un abismo sin fin, ese abismo no era nada más que la vida; despertar no era más que una prueba que aquél sueño simbólico era una representación de mi realidad, se mimetizaban, eran uno solo, porque cuando mi cabeza golpeaba el frío y áspero fondo del abismo, justo ahí abría los ojos y me veía, vivo, fatigado; con miedo y desorientado, al igual que vine al mundo, al igual que me iré de él.
No era el hecho de vivir lo que volvía tediosa la vida, era la vida misma quien se encargaba de acabarse a si misma. Definirla y magnificarla cada segundo era, lo que realmente, la volvía despreciable. Agradecer por la inercia, celebrar esa inercia, llorar al pensar que la inercia se acaba; eso era la carga que se fatigaba a si misma y me fatigaba a mí, y me golpeaba cuando estaba mirando por una ventana como la gente corría escondiéndose del granizo; esa carrera que nunca iban a ganar.
La vida, apartándola de su mero significado no era tan mala como en realidad es, también era tener tinta en cada segundo, y escribir en cada exhalación un Haiku perfecto sobre la mera actividad enzimática, y la respiración celular, era bosquejar en un lienzo inexistente las pupilas dilatadas y saber que más que amor, simplemente era una reacción hormonal. Era más o menos, caminar por la calle con una botella de agua llena de vodka y beberla sin ningún afán, tal vez era sentir en la garganta el humo juguetón y expulsarlo muy despacio, observar cómo el aire se vuelve tóxico, blanco, pesado; intercambiar miradas con aquellos que indignados, nos recuerdan que fumar está mal, decirles con los ojos que está mal que estén respirando ahora mismo, que no deberían existir pero aún así lo hacen.
Y el tedio, el tedio era una parte esencial, era su alter-ego, su antítesis; su reflejo en el agua. Ese que nos llevaba a decisiones incomprensibles en entornos insospechados y muy seguramente llegábamos a lamentar aquella decisión, que era un poco como despertar con sangre ajena en los labios y ver que alguien se acaba de suicidar a nuestro lado, y no tener control de absolutamente nada. Esperar incansable un bus que no va a llegar, una respuesta que no existe, escuchar por horas los problemas de un desconocido que está a punto de morir.
Vivir se convirtió en estar regido por reglas más allá del entendimiento y la lógica, pensar de una manera complaciente para todos los demás, hacer las cosas porque se debía, o se acostumbraba, ser un vil niño explorador hasta los 85 años (si se tiene tan mala suerte).
Rezar para no ir a donde se encontraba alguien que no existe, y a cambio, ir al lado de otro igualmente inexistente.
Vivir era en esencia cubrir con carbón incandescente el manuscrito de tu obra maestra en un ataque psicótico; arrojar el codex gigas que te había sido confiado en un sueño a un mar de sangre, porque tu voluntad estaba atrapada por hilos de marioneta...
Afortunadamente, al morir deduje que, podía escribir con la tinta de mi propia inexistencia sobre el papel infinito de mi recuerdo profanado, la esencia misma de la lujuria y pasión de lo desconocido, embriagarme con el veneno de la prohibición, recitar con mi garganta -en vida- desgarrada los cánticos profanos que relataban la búsqueda épica de aquella llave que pudiese abrir las puertas de la muerte, y cruzarlas; y después ingerir la llave, para recordarle a la misma inercia, que ella había labrado su propio camino hacia aquella fuerza externa que me pudiese liberar de sus cuerdas de marioneta, y ahogarla junto al tiempo en mi sangre venenosa.
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