-Dios sabe cómo hace sus cosas. -Dijo un humano.
Estaba quedándome dormido en mi trono, cuando oí aquellas palabras que, por su condición particular, atrajeron mi atención. La ironía esbozó una sonrisa en mi rostro, salió veneno gaseoso de mis fosas nasales, vi desde mi trono en la cima del mundo, cómo, absolutamente todo me pertenecía. Alcé la mirada, y vi el cielo rojizo, sus colores ardientes y sus nubes de azufre. Sentí los débiles intentos del sol por traspasar la densa atmósfera corroída de este planeta moribundo, me dejé llevar por el olor de la putrescina, intercalándose a la cadaverina.
La raza bastarda se estaba extinguiendo, en lo que, supongo, ellos llamaron apocalipsis. Los pocos que seguían aferrados a su fe inservible y obsoleta, no paraban de hacer comentarios hipócritas sobre como, su Dios los salvaría, aunque en el fondo de su alma sabían que iban a convertirse en carne pútrida; más pútrida, en todo caso.
El cielo enrojecido reflejaba el fuego en mis ojos, mientras tanto, a mis pies, estaba mi padre. Aquél Dios al que ellos le rezaban, me suplicaba de rodillas por regresar a aquellos días en el que el equilibrio entre el bien y el mal aún existían. Yo lo dejaba humillarse, mientras su bastarda creación se extinguía poco a poco, y yo le recordaba aún sonriente, como, por su soberbia, se vieron obligados a abandonar su tierra prometida y adentrarse en la embriagadora lujuria de la oscuridad.
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