Mi tarea no era fácil pero sabía en donde buscar. En los restos de la catedral encontraría el ángel que cayó del cielo. cuando la diosa luna se cruzase con el sol, y el día y la noche se fundieran en uno solo, le quitaría la vida al ángel, y reclamaría como mío el firmamento.
Sería en Notre-Dame el lugar del sacrificio.
Llegué a tierra finalmente, al aterrizar me apoyé en mi rodilla izquierda y pie derecho. Caí firmemente y todo en la tierra retumbó. Quedó un gran roto en el asfalto enladrillado, estaba ardiendo. Veía las llamas infernales las cuales me habían bendecido al nacer, emanar de mis pies. La ceniza de la piedra fundida en lava del imponente Eyjafjallajökull, el lugar donde nací, dejaba una fina estela a mi paso. Todo lugar en donde pisaba quedaba con las huellas de mi ser. El cielo se estremeció; cayeron rayos. Mi sola presencia profanaba el lugar, y eso dibujaba una sonrisa enferma y retorcida en mi rostro, mis colmillos cortaban la carne bajo mis labios cuando sonreía de esta forma.
Sin dudar ni un solo segundo, me encaminé sin prisa. Aun quedaban diez minutos antes del momento destinado.
Entré por la puerta del juicio final, y sentí ahí mismo el triste intento de la luz por impedir mi paso, no pasó nada. La puerta quedó con la marca de mi sigil apenas la toqué.
Ascendí lentamente como quien llega a la muerte hasta llegar a la galería de los reyes. El poder de la luz sagrada se volvía cada vez más fuerte, pero no significaba nada para mi. Siempre la oscuridad ha triunfado, y esta no sería la excepción.
Invoqué la gracia del fuego negro, el que había cobijado a los balrog, antaño. Salió de mis ojos e incineré el lugar. Comenzó a llover en el cielo. Toda figura divina en él lamentaba la perdida que había sido, y que estaba a punto de ser. Nadie se animó a bajar a mi encuentro.
Al alcanzar el rosetón, desplegué mis alas una vez más. Grandes e imponentes, heredadas de los dragones negros, generaron una briza tórrida y cortante que destruyó el lugar, estaba a pasos de mi objetivo, y a solo dos minutos de la hora escrita en las profecías infernales.
En la galería de las quimeras, volé rápidamente hasta alcanzar la torre sur. La gracia del ángel cegó mis ojos por un momento, pero después recobré la vista y estuve listo para todo cuanto pudiese pasar.
Allí, acostada, con las manos cruzadas en el pecho, dormía hermosa e inmaculada. había un brillo en toda su piel que iluminaba la noche, pues la luna estaba teñida de sangre. Las nubes negras como mi alma, las estrellas ocultas por miedo. Ella era la única luz que brillaba en el lugar, y pronto se iba a extinguir.
Aterricé con suavidad sin dejar el menor rastro además de la ceniza en el suelo, me costaba caminar. Una vez la toqué, su gracia me quemó. No importa, era un dolor menor por un reinado eterno.
Ella despertó sobresaltada, pero no hizo el menor movimiento, miraba hacia mi con una compasión infinita; me enfermaba. sonrió y volvió a cerrar los ojos, tenía ojos grises como lunas, y el cabello blanco como la nieve le llegaba hasta la cintura.
Aún aquella sonrisa adornaba su rostro cuando llegó el momento decisivo. Suspiró, salió nieve de sus labios, se derritió al contacto con mis cuernos.
Sin dudarlo, las garras de hierro en mis dedos cortaron su cuello, con la delicadeza merecida; comenzó a sangrar. la sangre llegó a sus labios puros como un manantial y los manchó. Del cielo llovió sangre, y su cabello y piel se mancharon para siempre, ya no era santa, le había quitado el don de la inmortalidad; ya no había nada que la protegiese, pero seguía siendo la primogénita de Dios.
Con lagrimas de sangre en mis ojos, lleno de ansias y con mis colmillos desgarrando mi piel, apuñalé su pecho y saqué su corazón. Su sangre me quemaba aún más que su presencia, grité como un gran lobo herido. En ese momento, suspiró un último aliento de vida y después se desvaneció como polvo en el viento. Cenizas en fuego que quemaron el viento a su paso. El oxigeno entró en combustión y el cielo empezó a quemarse. Se quemaba rápida y gloriosamente.
Devoré rápidamente aquel corazón y me levanté del suelo lleno de una nueva fuerza, nada me detenía, y el cielo se quemaba. Volé a la velocidad del sonido hasta el cielo y salí del planeta, mientras todo se fundía en llamas y la luna lloraba desconsolada, el sol se extinguió para siempre junto a su guardiana, y las estrellas lloraron también. Cayó una lluvia de cometas en la galaxia, y la luna roja fue el nuevo sol. Las estrellas que se estrellaron formaron una nueva constelación gélida y con solo una mancha de sangre, de las cenizas que antes volaron en el cielo.
Mientras todo se destruía y sembraba la semilla del caos así en el infierno como en la tierra; descendí hasta el centro del planeta donde un trono esperaba mi llegada y una serpiente se enredaba en él. Mientras las almas mortales lloraban y creaban cánticos, y los espíritus poblaban el lugar.
La sangre de los muertos danzaba en el aire, y las estrellas caían del cielo. De la tierra manó el cáliz perdido, y lo llené con la sangre de la última humana viviente: el caos reinó para siempre en un nuevo infierno material y corpóreo, hasta el momento en el que, al igual que el sol, me convertí en cenizas y abandoné el plano de la existencia corporal.
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