¿No se suponía que debía haber oscuridad? No entendía nada... ¿Qué eran esas siluetas de colores que danzaban; cuál era su significado?, no hubo respuesta. Simplemente un vórtice de entropía destrozando a su antojo lo que se suponía era la calma de mi mente.
No puedo precisar cuanto tiempo pasé así. Cuando por fin me acostumbré a lo que yo insistía era una molesta danza de colores debido al estrés, aunque secretamente me fascinaba, volvió a cambiar. Esta vez me condujo a la nieve, no alcancé a acostumbrarme al paisaje del invierno finlandés cuando de nuevo pasaron cosas por mi mente que no pude entender. Simplemente eran demasiado rápidas, demasiado confusas, demasiado hermosas. Y después la calma...
En dicha calma surgió una melodía en mi cabeza, era el desenlace de la balada 1 de Chopin, tal vez una de las melodías más hermosas que hubiese escuchado, la que siempre me llenaba de paz, la que pasaba por mi mente mientras escribía... Y después otra vez la oscuridad.
Habiendo estado suficiente tiempo en la oscuridad, y sin darme cuenta, después de haber comenzado a rogar en el silencio de la noche que regresaran esas imagenes, comenzaron a sonar los últimos compases de la balada, indicaban la armonía en el caos, como ver la luz del cielo en la mitad de una tormenta; y entonces, cuando el silencio volvió, comenzó desvanecerse el velo negro una vez más.
Vino a mi mente un rostro, y una vez más, no entendí. Pero no hubo tiempo para preguntas retóricas, todo mi ser se dedicó a contemplar.
Su rostro era pálido, inmaculado, su delicada piel me recordaba la nieve cuando descendía muy lentamente desde el cielo septentrional. Sus labios, eran los labios de un ángel, tersos como el cielo azul, bautizados con el misterio de la luna, puros como la primera gota de agua del universo... Arcanos como un agujero negro.
No sé cuanto tiempo pasé contemplando aquellos detalles, después, pensé tener frente a mi el universo. Pero en realidad había llegado a sus ojos. Tan profundos como el océano, tan densos como la infinidad misma, eran claros como el brillo de una galaxia lejana, de un color indescifrable, divagué sin saberlo por horas tratando de entender si eran grises como las nubes en el cielo cuando está comenzando a llover... ¿a caso eran azules como cuando se observa la tierra desde el espacio? tal vez sus ojos estaban tallados en jade... con un diamante negro adornándolos en la mitad, como si una hermosa y caótica galaxia fuese magistralmente adornada por un sol eclipsado que resplandece sin igual a pesar de su profunda oscuridad.
No tenía caso seguir; moriría antes de descubrirlo. En todo caso toda la belleza que alguna vez hubiese podido llegar a existir en esta o cualquier otra realidad se encontraba en ellos, tal vez, porque eran tan hermosos que no tenía sentido pensar en algún otro tipo de belleza, tal vez porque si existiese un Dios, su única obra posible hubiesen sido aquellos ojos; tal vez porque sus ojos mismos eran el infinito y nosotros habitábamos en ellos sin saberlo.
Y después de aquellos ojos... un cabello del color del roble; el árbol sagrado del cual viene la vida. Tan fino como el oro y delicado como si fuesen finos hilos de mithril colocados uno tras otro delicada y cuidadosamente, como creando una obra de arte en hielo.
Etérea era su imagen y se comenzaba a diluir muy lentamente en mi, mientras la oscuridad volvía y lo más hermoso que hubiese contemplado alguna vez se sumergía muy despacio en el mar de mis recuerdos...
Sin embargo, nunca estuvo demasiado sumergida en él, pues siempre siguió respirando en mis sueños... Aquella visión onírica nunca desapareció por completo. Incluso cuando los inviernos pasaron y se marchitaron mis pensamientos, aquella musa etérea estuvo presente en mi, hasta el día que caí muerto.
Me encantaaa! más que todo la parte en la que habla de los ojos...unos simples ojos pueden esconder y a la vez decir tanto ^^
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