domingo, 16 de enero de 2011

Lluvia desvariante

Comencé a subir el puente y vi el cielo nublado, la gente apresurada, sentí el frío en el aire. Con cada paso que daba, el frío crecía, y la gente comenzaba a apresurarse, corrían desesperados y se empujaban los unos a los otros. Bajaban las escaleras como si la tierra fuese a acabar.
El primer estruendo los hizo gritar, taparse los oídos. Yo miraba al cielo maravillado.

Unos minutos después, comenzó el canto celestial, primero una, y después una sucesión infinita de gotas heladas. Eran guiadas por el viento y nos golpeaban a todos en la cara, y la gente parecía soportar un gran sufrimiento, yo sentía el éxtasis de sus gélidas caricias.
Caminaba como tratando de preservar el momento, lentamente bajé el puente, y di una ultima mirada al cielo, y cuando alcé mi vista vi el fúlgido poder del rayo, salía entre las nubes, poderoso e imponente, y hacía retumbar todo en la atmósfera. Después de él se agitaron los vientos.

Las gotas de lluvia caían cada vez más rápido, sin parar, con prisa, el paisaje era hermoso. Una tras otra, caían en lugares distintos y se unían en el suelo, eran arquitectas inconscientes, creaban un espejo en el asfalto, cada pequeña gota reflejaba el cielo, y el cielo tenía nubes grises brillantes, y entre la bastedad de ellas habían formas que se diluían, la lejana luz del sol se perdía en la maraña, el frío aumentaba y mis ansias también.

La sinfonía era hermosa, pues no solo eran las gotas, ni los rayos, tampoco el viento huracanado, también los gritos de la gente acompañaban como violonchelos, y sus fuertes y descuidados pasos marcaban la percusión en el suelo como tambores de guerra. Los pitos de los carros eran los cordófonos y sus llantas rechinando en el suelo los metales.

Paso a paso me movía sin ganas a mi destino, con mis oídos maravillados por la orquesta, y mi piel estremecida y excitada por el masaje de la lluvia y el viento, y las pequeñas gotas caían en mis labios cálidos y una vez más me estremecía por el choque térmico.
Un estruendo más, comenzó a caer granizo.
Las pequeñas rocas de hielo descendiendo como meteoros aportaban un toque caótico, y yo estaba a punto de enloquecer, era demasiada belleza. Suspiré. Mire otra vez al cielo.
Se acercaba la noche, y el paisaje caótico como diseñado por un lunático era acompañado por la magia de un atardecer.
El fuego en el cielo con tonalidades ardientes de amarillos y naranjas le daba un toque fantástico a los grises que eran soberanos en el firmamento, por un momento olvidé las gotas y me concentré en los colores, el violeta muy arriba en unas nubes que se disipaban se mezclaba con un débil y delicado azul celeste allá en las alturas septentrionales que se escondían tímidas entre la escala de grises.

Suspiré, de mi boca salió vapor lentamente tocando mis labios y ligado a la humedad de mi lengua se desvaneció al contacto del helado viento que pasaba frente a mi cuando el granizo se derretía al contacto de mi rostro y las gotas que me golpeaban danzantes descendían por mi cuello.
Mis húmedas manos se posaban al lado de mis piernas como mecidas al compás de los columpios en los que jugaban los niños en las tardes de sol.
Di vuelta a la esquina, la lluvia tocaba el asfalto en las calles y borraba la rayuela, y el granizo movía las pequeñas piedras que estaban en derredor, cada vez más frío pero cada vez más leve, el paisaje que se encontraba previo al anochecer me hipnotizaba.

Mis ojos como por reflejo miraron al suelo que, al resguardo de mi silueta, tenía un espejo de lluvia calmado, no era perturbado por el hielo, solo ocasionalmente por las gotas que danzaban en mi cabello y caían en él, y vi el café de mis ojos reflejarse en la lluvia, y dentro del reflejo vi mi silueta, y una vez más, una gota resbaló desde mi frente, tocando mis labios y mi tórrida respiración, la gota cayó hasta mi reflejo y todo fue diluido como la espuma del mar en las blancas playas griegas.

El cielo oscureció, había acabado el crepúsculo, llegaba el anochecer. Y la tristeza fue mayor que nunca, era como el paraíso de los condenados. Todo al rededor era melancólico, y la dulce tonada dejó de ser infantil y juguetona, se transformó en el tenue llanto de una mujer que silente llora frente al espejo del tocador en una noche más de infinita soledad.

La efímera fantasía del embrujo gélido en el cielo, concluyó con una ultima gota congelada que al contacto conmigo, me petrificó como una escultura de cristal en la mitad del paisaje apocalíptico y celestial; como un abandonado castillo en las primeras horas de la madrugada, como una ciudad fantasma en los ojos de un niño.

Permanecí congelado, hasta que las nubes se deshicieron y la madre luna salió, junto a sus hijas, las estrellas. El reflejo de ella estaba en el pequeño charco de lágrimas celestes que me rodeaban, y cuando por fin llegó el amanecer, comenzó a llover nuevamente, y la primera roca de granizo tocó mi frente de hielo y mi estructura se derrumbó, y mis pedazos se esparcieron en todo el pavimento en donde estaba la rayuela y las piedras, y el espejo de lluvia y los suspiros de las mujeres tristes, y las ilusiones rotas de los niños, y las promesas que no se cumplieron, y las mentiras descubiertas, y los deseos reprimidos.
La calle hedía a soledad, a tristeza, a desespero, y junto al primer rayo de sol, mi recuerdo en cristal se disolvió junto a la tristeza en la lluvia desvariante en las calles enmarañadas de la ciudad.

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