La noche agonizaba. El aire había abandonado toda señal de calor, la luz de la luna, ahora distante, no brindaba calor a esta tierra desolada. Tan lejos estaba cualquier señal de ella que aún en un cielo parcialmente despejado, la luna llena parecía luna nueva. La lejana luz de un sol que aún no había nacido se mezclaba con el cielo envejecido que se mantenía estático. Las sabias estrellas estaban muriendo también, su luz ya no palpitaba en el corazón enmarañado del espacio, a los ojos del hombre. La briza recién nacida caía sobre la hierba sin edad, sobre los árboles ancestrales, sobre las flores cándidas y sobre los desamparados que alguna vez habían pertenecido a algún lugar, pero no esta noche. Esta noche no pertenecían a ningún lado en particular: la soledad y la falta de rumbo no son un espacio geográfico y era ese su único lugar en esta dimensión.
¿Estaba todo el planeta sumergido en un sueño? Era difícil decirlo: todo estaba callado, los búhos se habían ido muy lejos, junto con todas las criaturas nocturnas. Los fantasmas no se habían molestado en salir esta noche, los demonios que atormentaban a las almas en pena seguían en el bajo astral, la muerte estaba demasiado ocupada para preocuparse de quitarle el regalo de la vida a unos para dárselo a otros, y los ángeles, dragones, hadas y duendes, estaban haciendo lo que mejor sabían hacer: pretender que no existían.
Estaba llegando el amanecer, el cielo cada vez estaba más claro, y aún así, era una luz gélida, todo el calor de la tierra estaba concentrado en el fondo de ella, demasiado lejos para que cualquier vivo o muerto pudiera sentirla, el calor en el espacio se lo había tragado un agujero negro invisible e inexorable, y la calidez del amor bailaba tango con el odio en otra dimensión. Todos estábamos en el mismo planeta desde incontables lunas llenas y sin embargo por primera vez había igualdad: estábamos solos. El fuego se había extinguido y nos había abandonado.
Lejos, en los confines de un lago lleno de neblina, demasiado oculta por el vapor de agua, demasiado asustada por el silencio, demasiado triste por la soledad y muy desconcertada por la luz sin una pizca de tibieza en su interior, se encontraba una luciérnaga que al igual que la noche, estaba agonizando. La última pizca de fuego se encontraba en su cola, en la cola de la luciérnaga más vieja de todas, que vio nacer a los árboles y enseñó a cantar al viento, que arrulló a la noche y despertó al día, que incendió las nubes en el crepúsculo y desenmarañó los secretos de los eclipses. Se moría la madre de todas las cosas, una pequeña luciérnaga que desafió a la oscuridad sempiterna para hacerla cambiar sus maneras y dividir la existencia entre el frío y el calor.
Sus alas se movían tan despacio que ya casi no podía mantenerse en la densa neblina. Casi no tenía fuerza: se mantenía estática en el centro del lago en cuyas aguas por primera vez los árboles habían echado raíces para que con sus hojas se creara la sombra que cada mañana al despertar el sol, evitarían que la tierra se incendiara y que cuando las nubes lloraran sangre, los hijos de la luciérnaga tuvieran un lugar en donde esperar a que no lloraran más.
La luciérnaga aleteó por última vez y comenzó a caer, caía con la cara levantada para ver por última vez los frutos de su creación, de todos sus esfuerzos para abandonar la soledad en la que todos sus hijos nos encontrábamos cobijados ahora sin saberlo, y al caer, su cola aterrizó en una flor de loto que había florecido en la oscuridad, sus pétalos se llenaron de fuego, pero no se hicieron carbón: tenían en el centro las alas que un fénix le había regalado a la luciérnaga milenios atrás para que su fuego no quemara sus alas por error. Ardía con vehemencia: la luciérnaga anciana ya no podía contener el fuego pero el loto recién nacido era fuerte y se había alcanzado a nutrir del último rayo de luz de la luna. El fuego resplandeció, la noche estaba muerta y las nubes se encontraban en llamas: se habían incendiado, contagiadas por el fuego en la mitad del lago, que despertó al sol y llegó el amanecer. El fuego en el centro de la flor de loto se apagó, y de sus cenizas una pequeña luz insignificante brilló sin que nadie se diera cuenta: la luciérnaga moribunda había vuelto a nacer junto a un nuevo día, y voló de nuevo, se elevó al centro de lago para esperar el atardecer y despertar a la luna, y después volver a morir una vez más.
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N/a: No escribía hace como un año... pero, he me aquí. Al menos por esta noche.
Este escrito va para Maira, mi lectora más querida.