miércoles, 21 de septiembre de 2011

Succubi

Las nubes antecedieron la bruma, esta, a su vez, atrajo a las tinieblas, en las tinieblas no hubo luna, ni luz en cera que pudiera disipar la niebla.
Ninguna antorcha, ni luz, ni estela, nada más que tiniebla. Parpadeé, lo hice con fuerza; convenciéndome después de un tiempo que no había diferencia: ojos cerrados o abiertos, la oscuridad era la misma, la oscuridad no evanescía, la luz estaba desterrada.

Caí en el sopor, obligado por el aire denso, aún frío, de la mano de la luz ausente, mezquina. No hubo sin embargo diferencia alguna entre sopor y lucidez, nada que me permitiese saber en dónde estaba en realidad... una cama, el bajo astral, el Hades.
El aire se hizo prescindible, así como la vida, así como la realidad; a lo largo del túnel incierto en el que estaba, eché de menos mis sentidos; ahí estaba yo, en medio de la nada, adormecido, como un anciano de ojos débiles, pasos lentos, pulso trémulo, hablar sereno, de oídos debilitados y reflejos entumecidos, como si la luna con su ausencia se hubiere llevado hasta la última gota de vitalidad de mí.

Ansié despertar, pero, ¿estaba realmente dormido? y entonces la sentí: la fragancia inconfundible de los pétalos de una rosa primaveral que, al alba, aún se aferra a los dedos sempiternos de la nieve, que guiaban un abrazo inexorable de singular calidez, matizando con el gélido ambiente circundante, y reconocí con los sentidos adormecidos, la suavidad propia de la seda; del abrazo inconfundible de una amante.

Sus dedos recorrieron mi espalda, oí su voz musitar palabras que mi mente no podía procesar... y traté de abrir los ojos para ver sus labios, ver el brillo de sus ojos, aún así, estaban abiertos, pese a la distancia milimétrica, todo seguía oscuro, como si no estuviese ahí. Sus labios rozaron los míos, la respiración agitada que emitía se posó en mi cuello, alejándome completamente de cualquier recuerdo hostil, y, por ende, del mero principio de la existencia, pues nos fundimos, de repente; y ya no hubo lugar para pensamientos, ni una voz interior hablando, ni la vitalidad que restaba en mí, que, de repente, se evaporaba, dejándome satisfactoriamente vacío, como en una nube de éxtasis...

Y entonces, desperté, todo rastro de ella no estaba, ni del fuerte peso que sometía a mis sentidos, ni del sopor sempiterno que me embriagaba, tampoco había rastro de mi vida, que, con ella, había desaparecido, no quedaba nada más en aquél lúgubre lugar que los restos de un hombre que ya no se aferraba a su existencia, con sangre en el pecho, y la huella en cenizas del beso de una succubo, que  mientras él, por primera vez se sentía completo, drenaba todo lo que alguna vez hubo en él, para siempre.

N/a: Dedicado a Helga, mi sueño lúcido, quien en vez de nutrirse de la llama de la vida que hay en mí, la alimenta; la hace más brillante. <3